Fuente: http://www.nomaspodertv.org/ |
Las
relaciones sociales están cambiando a una velocidad de vértigo. La
preeminencia de nuestra vida virtual es cada vez mayor: el peso que
asignamos a nuestras comunicaciones por internet y la cantidad de
ellas que se producen aumentan cada día. Se trata de un tema
apasionante, pero complicadísimo, en el cual es fácil caer
en tremendismos o posiciones maniqueas. Esto fue lo que sucedió la
otra noche, cuando un grupo de cuatro amigos (dos hombres, dos
mujeres) comenzamos a hablar de cómo las nuevas generaciones, y en
concreto nuestros hijos en potencia, iban a criarse en un ambiente
radicalmente distinto al nuestro, como se puede ya vislumbrar en la
generación inmediatamente posterior a la nuestra. Quienes han tenido
acceso regular a internet desde la más tierna infancia, y poseen
cuentas propias en redes sociales desde antes de los diez años, nos
sorprenden a menudo a nosotros, apenas una década mayores (no
digamos a sus padres).
El
resultado fue una discusión que se alargó más de una hora y que se
desarrolló con dos posiciones enfrentadas y manifestamente falsas:
frente a una añoranza algo romantizada de los tiempos en que los
niños jugaban en las plazas y los vecinos se conocían, un amigo y
yo defendíamos las infinitas e inofensivas posibilidades de relación
con personas inconcebiblemente distantes que abre internet. Sin
embargo, sí que conseguimos, hacia el final de la conversación,
llegar a la raíz de nuestra contraposición: la expansión imparable
de las redes sociales, planteaban nuestras compañeras, hace que las
posibildades de disfrazar nuestro discurso, nuestra imagen y nuestra
personalidad aumenten, lo cual resulta de lo más tentador en una
etapa como la adolescencia; si unimos esto a otros factores más
generales de nuestro contexto social, como el aumento de la cultura
de la competencia, el materialismo y consumismo o la progresiva
uniformización cultural en torno al modelo estadounidense, la
posibilidad de que las relaciones laterales (tan importantes en
nuestra cultura europea y mediterránea) se disuelvan son mucho más
altas, dado que podemos sustituirlas por relaciones virtuales que
podemos controlar y sustituir con más facilidad. El individualismo
puede haber encontrado un vehículo atroz en esta herramienta.
Resumiendo
muchísimo, mi amigo y yo no estábamos de acuerdo en que las redes
sociales y el resto de relaciones virtuales fueran a conducir con
tanta probabilidad a fenómenos de esa clase. Pero estábamos muy
cansados de una discusión larga y espuria, de modo que lo
dejamos ahí. Sin embargo, la reflexión sobre la cultura de internet
y las nuevas comunidades que están surgiendo ocupa un lugar
importante en mis pensamientos últimamente, así que decidí
escribir esta serie de entradas. En ellas no pretendo llegar a
conclusiones definitivas, sino más bien colaborar, mediante una
reflexión calmada y plasmando mis experiencias online, a estudiar
las múltiples facetas de la expansión virtual de nuestras
relaciones interpersonales. Asimismo dejaré de lado, simplemente por
la imposibilidad de conjugar tantos temas, los problemas culturales
generales que señalaron nuestras amigas (el capitalismo cognitivo,
por usar un término general).
En
esta primera parte, me gustaría explorar uno de los temas que más
discutimos: lo diferente que es una relación directa, cara a cara, a
una relación virtual, respecto a cuánto podemos saber de la otra
persona. Este era uno de los puntos centrales de nuestras amigas: la
imagen que se proyecta por internet, tanto a través de nuestras
publicaciones como de nuestras interacciones, está muy calculada.
Poder pensar detenidamente lo que queremos decir, qué foto queremos
publicar y qué artículo sesudo o chorra queremos compartir da una
ventaja que no poseemos en las relaciones cara a cara. Las personas a
las que vemos en directo nos transmiten involuntariamente mucha
información: a través de sus gestos, a través de su comportamiento
con otras personas... Dicha información puede camuflarse con mucha
facilidad en internet, y es algo que se hace. Nuestra réplica no iba
del todo desencaminada: aumentar la cantidad de filtros que pones
entre las otras personas y tú es sólo una diferencia de grado;
presentamos imágenes de nosotros mismos constantemente, en la vida
real tanto como en la virtual. Pero es cierto que los códigos para
bloquear la información que transmitimos a través internet son
mucho más sofisticados. Ahora bien, eso no quiere decir que no
existan formas de captar esos filtros, de desenmascarar a las
personas cuando nos presentan una imagen de sí mismos. Había cierta
incredulidad por parte de mis compañeras, pero ciertamente es
posible identificar "personalidades de Twitter" o
"personalidades de Facebook". Es algo que hago con
normalidad: sé qué tipo de persona eres por Facebook, por Twitter o
por YouTube al cabo de pocos días o semanas de agregarte a mi
círculo de relaciones virtuales.
Naturalmente,
esto no es lo mismo que "conocer a la otra persona" de
forma íntima. Para eso se requieren otro tipo de interacciones, es
evidente. Pero por las mismas razones dudo que puedas conocer a las personas de
tu lugar de trabajo a nivel íntimo: a no ser que, de nuevo, como con
tus amigos de Facebook, tu relación se expanda en otros sentidos,
todo lo que conoces de esa persona es quién es en el trabajo. Y lo
mismo con tus vecinos (estamos cansados de oír aquello de "siempre
saludaba, era una persona muy educada"), tus compañeros de
clase, tu panadero o incluso tus primos. Está claro que una fuente
primordial de información, el lenguaje corporal, se pierde en la
mayoría de interacciones virtuales (no olvidemos Skype, YouTube, los
video replies de Ask y otras formas de comunicación audiovisual);
pero no es imposible entender a la otra persona: es sólo que los
códigos por los cuales puedes reconocer sus rasgos de personalidad
son distintos y, seguramente, lleven más trabajo para la mayoría de
gente. Voy a poner una frontera, absolutamente convencional,
aproximada y discutible, en 1998: los nacidos en este año tenían
diez (estaban a las puertas de la preadolescencia) cuando se produjo
el boom de Facebook. Los nacidos después pertenecen a una generación
virtual distinta a los que nacimos antes.
Fuente: http://sukieblogsformdia5003.wordpress.com/ |
El
punto hasta el cual estas personas se relacionan de forma diferente
con internet fue un tema recurrente en la conversación, un hecho que
aceptábamos todos; pero los detalles de esta relación eran muy
distintos según quién los enunciara. Trataré de formular un esbozo
equilibrado de la forma en que, según mi percepción, los
adolescentes actuales utilizan internet. Por un lado, la atención
que dedican a sus personalidades virtuales puede ser, con mucha
facilidad, una vía de escape fácil a los problemas que toda persona
adolescente atraviesa. Si no nos gusta nuestra vida diaria, podemos
escapar de ella en World of Warcraft, en Twitter o en League of Legends sin demasiados problemas. El gran riesgo de esto es que no
aprendamos a lidiar con nuestros problemas reales, ineludibles, y
prefiramos construir mundos semificticios (y digo semi porque no hay
que restar gratuitamente realidad a las relaciones virtuales: son
diferentes, no necesariamente falsas) en los que no tengamos que
hacernos cargo de que somos molestamente desordenados o de que
nuestros padres no aceptan nuestra forma de vestir. Este mecanismo es
antiquísimo, pero desde luego internet lo vuelve mucho más sencillo
y accesible. Recomiendo encarecidamente el visionado de la película
Her (2013), de Spike Jonze, en la cual se afronta esta cuestión de
forma muy interesante y compleja: en ningún momento se presenta la
relación entre el protagonista y el sistema operativo de su ordenador (no juzgar sin haberla
visto) como ficticia o irreal, a pesar de los prejuicios de otros
personajes al respecto, pero sí que se señala la cuestión de que,
pese a todas las posibilidades y la flexibilidad que nos otorga
internet, lo cierto es que nuestra vida material nos es ineludible, y
no podemos simplemente ignorar nuestros conflictos en ella y
evadirnos en la nube, porque esos conflictos seguirán allí cuando
nos desconectemos.
Pero,
con todo, hay un reverso positivo en el uso de internet. En este
punto, me parece importante subrayar una cuestión de la que creo que
muy poca gente es consciente, y que opino que mis amigas subestimaron
el otro día: la aparición de comunidades por internet, y el
desarrollo de estas tanto a nivel virtual como físico. Cuando digo
que se pueden reconocer rasgos de personalidad en las diversas
plataformas online, lo que digo es que el modo en que los usuarios
las utilizan da forma colectivamente a ciertas normas no escritas de
utilización. Estas normas se refieren a multitud de cosas, desde la
forma de escribir, al tipo de contenido que se puede o se debe
compartir, pasando por el sentido del humor que se utiliza y se
considera aceptable (a subrayar aquí la explosión humorística que
ha supuesto Twitter, que diría desde mi ignorancia que ha sido la
mayor innovación en el campo del humor desde la aparición del
monólogo). El seguimiento o la infracción en diversos grados y en
diversos puntos de estas normas definen nuestra personalidad virtual,
y a menudo una divergencia profunda produce que una misma red se
divida entre culturas de uso distintas: hay quien usa Instagram para
colgar fotos de sí mismo/a, hay quien sube fotos de su comida, de su
gato, de paisajes impresionantes... Ser capaz de identificar estas
sutilezas, sin embargo, requiere un uso intensivo de las redes. Por
eso, diría yo, los adolescentes actuales son capaces de seguir este
tipo de evoluciones de forma más sencilla e intuitiva que nosotros.
Y
digo bien, evoluciones, porque una característica fundamental de las
redes es que están en permanente cambio. En dos meses, el panorama
puede cambiar de forma radical. Ciertos hechos singulares, como la
campaña de Twitter y Tumblr #YesAllWomen para atraer la atención de
la sociedad sobre el acoso callejero a las mujeres y la cultura de la
violación, o el asesinato de Mike Brown y las posteriores protestas
y revueltas en Ferguson, Missouri, redefinen de forma palpable
grandes porciones del espacio virtual. Y es aquí donde entra la
cuestión de las comunidades: a través de las redes sociales, se
crean tramas muy tupidas de interconexiones entre individuos que a
menudo acaban derivando en la emergencia de una auténtica comunidad,
un grupo de pares. Pueden formarse en torno a cosas tan diversas como
Doctor Who o el feminismo, pero son muy reales y muy complejas. Hay
dos puntos cruciales, en mi opinión, que las hacen relevantes para
este tema: la frecuencia con que se acaban produciendo encuentros
físicos entre miembros de las comunidades y la elaboración de
normas de convivencia. Con sorprendente frecuencia, las grandes
comunidades virtuales crean, por un lado, lugares físicos de
encuentro para la comunidad en su conjunto, al mismo tiempo que el
contacto entre individuos en comunidades tan grandes posibilita
encontrar a personas afines a ti cerca de ti, con lo que la amistad
virtual se torna amistad real (de nuevo, sin presuponer que la
virtual sea falsa). Las relaciones por internet no tienen por qué
quedarse ahí, y convertirse en vías de escape; pueden (y suelen)
también volverse presencias físicas importantísimas en tu vida.
Y
con la presencia física (aunque no sólo, pues también pasa con la
mera convivencia virtual) aparece la necesidad de alcanzar acuerdos
de convivencia. Así, las comunidades virtuales están pasando ahora
mismo por un interesantísimo proceso de discusión y elaboración
colectiva (de nuevo, no necesariamente explícita, pero sí cuando
surgen problemas, como en la vida real) de normas y protocolos de
respeto mutuo, de creación conjunta y de actuación en caso de no
respetarse estos acuerdos. En la próxima entrada hablaré de la
comunidad que mejor conozco: YouTube.
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