La casa de tus abuelos parece de mentira. El
nombre de la calle, Santa Engracia, ya tiene algo de irreal, de pretérito. Pero
cruzar la puerta del piso es entrar en otra época: los largos y estrechos
pasillos, las habitaciones atestadas de muebles de anticuario, las fotos en
marcos barrocos, los techos altísimos… todo tiene un aroma añejo, como a cocido
al mediodía y tarde de radio en el salón.
Subimos al piso de arriba huyendo del
bullicio, de los niños que corretean y gritan. Llegamos a una habitación medio
carcomida; parece mentira que no se derrumbe de podredumbre y nostalgia. Un
retrato de tus abuelos preside la sala. Tu abuelo, exhausto, con expresión
afable, sentado, y tu abuela justo detrás con la sospecha en el rostro; parece
que desconfiara de nuestra juventud, como si alteráramos la vetusta estabilidad
de la casa. Por toda iluminación, una lámpara achacosa, que apenas alcanza a
alumbrar más que una vela y cuyo escaso haz de luz le da a la estancia un tono
sepia. Y en el centro, cual superviviente improbable del tiempo y el olvido, un
piano.
Tú te diriges a él sin dudarlo, atraída por
una conexión primaria que sólo los músicos parecéis comprender. Yo me tumbo en
el sofá más viejo del mundo, cierro los ojos y me dejo llevar.
Empiezas a tocar. Primer movimiento de la
Sonata para piano nº 8, “Patética”, de Ludwig van Beethoven. De repente, la
música inunda el cuarto. La conmoción que provocan los intensos acordes es tal,
que casi parece que la casa se va a derrumbar. El polvo vuela, la luz de la
lámpara parpadea, las paredes y el suelo crujen, el sofá tiembla y parece que
va a hundirse bajo mi peso. Tú, llevada por una pasión que jamás había visto en
ti, tocas; tu pelo se agita y tus manos se mueven más rápido de lo que puedo
discernir. Tu comunión con el instrumento es tal, que apenas percibo dónde
acaban tus dedos y dónde empiezan las teclas. Y la música romántica sigue
atronando, con la fuerza de una estampida, llevándose por delante la paz y el
moho de aquel hogar anciano, creando un torbellino de vida que a punto está de
destruir los cimientos del edificio.
Entonces, termina la pieza.
Me miras y sonríes. Y me doy cuenta, de
pronto, de que nunca has sido verdaderamente feliz. “A veces olvido lo joven
que eres”, te digo, sin explicarte lo que quiero decir. Aún no has tenido
tiempo de morir un poco por dentro, de sufrir lo suficiente para encontrar lo
que te haga ser tú misma. Y sin embargo, has vivido tantas cosas… Tú, la eterna
pasajera, la apátrida de nacimiento, que conoces más de lo que recuerdas de
este mundo bello y sucio.
Entonces lo entiendo. No importa a dónde
vayas, no importa cuánto te pierdas, la música siempre está contigo. Tienes el
poder de hacer cosas como esta, devolverle la vida a una casa abandonada,
aunque sea por unos minutos. Te envidio, aunque sea más viejo que tú, aunque ya
no viva en la indefinición de la adolescencia, porque jamás he podido jugar así
con el mundo. Es un tesoro que guardas con cariño, y que no compartes con
cualquiera.
“Gracias”.
Cuando bajamos, encontramos a las pequeñas
fieras que son tus primos sentados silenciosamente al pie de la escalera,
embobados aún por el espectáculo de furia y risa que has desplegado. Y no
podemos más que sonreír.
[Sé que esto no compensa el
relato que te debo, que no es más que un mal retrato de un breve momento. Te
mereces una gran historia. Pero, hasta que la vivas o la invente, espero que
esto te entretenga.
Te quiero mucho, prima]
Te quiero mucho, prima]
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