Sin lugar a dudas, uno de los mejores
trabajos del periodismo deportivo de los últimos años es la serie “Riqueza y Miseria en LeBron James”, de Gonzalo Vázquez. Motivado por la derrota, en 2008, de los
Cavaliers de James (qué lejana queda ya esta expresión) ante los todopoderosos
Celtics del Big Three, a la postre campeones, Vázquez escribió un artículo en
que ponía de manifiesto dos realidades: a) Que ningún jugador en
la historia de la NBA había conseguido ganar un anillo en solitario, por su
cuenta y riesgo; y b) Que el increíble potencial de LeBron estaba siendo
desperdiciado al apostar por un modelo de defensa férrea, juego a media pista y
sin más anotadores que él mismo. Pasó un año, y la situación no había cambiado. Y
escribió la segunda parte. Así hasta el año pasado, en que los Heat del nuevo
Big Three, el polémicamente formado por James, Dwayne Wade y Chris Bosh el
anterior verano, perdieron las Finales estrepitosamente frente a unos Mavericks
avejentados y a los que muchos daban por acabados. La derrota en sí misma fue
impactante, sin duda; pero los espectadores quedaron sencillamente horrorizados
(o quizás entusiasmados, o quizás ambas) al ver que el Rey, The Chosen One, LeBron James en persona,
renunciaba a tirar. Una vez. Y otra. Y otra. Y otra. El último cuarto evidenció
las carencias de Miami (nadie más salió al rescate, nadie tiró del carro, ni
tan siquiera el veterano y MVP de las Finales del 2006 Wade) pero, sobre todo,
puso de manifiesto lo que el baloncesto de masas puede hacer con un jugador
cuando está sobreexpuesto.
La cuarta edición de “Riqueza y Miseria en
LeBron James” fue un toque de atención para el mundo del baloncesto. Nunca un
equipo fue más odiado. Pero, si se piensa bien, el odio hacia el equipo no era
más que un odio hacia James redirigido con afán estilístico, de elegancia. El
que James decidiese unirse a Wade y Bosh en busca de su anillo, de sus anillos,
era algo perfectamente natural, común en la NBA y el deporte americano en
general. Sin duda las formas no fueron apropiadas (algo por lo que se ha disculpado más que suficiente), pero se decidió que, en esta ocasión,
la decisión en sí misma era imperdonable. Habrá quien diga que James debió esperar
pacientemente a que los Cavaliers juntasen a su alrededor un equipo campeón.
Pero recordemos que los Cavaliers llevaban tres temporadas prometiéndole
hacerlo, y ni una sola vez tomaron la decisión adecuada. Todo el mundo pone el
foco en Wade y Bosh, y nadie parece recordar que la decisión la motivó otro
factor humano: Pat Riley. Como entrenador y como directivo, Riley ha sido capaz
de comandar a equipos hasta el campeonato durante tres décadas. Fue esto, el
brillo de los dedos repletos de anillos de una leyenda de los banquillos y los
despachos, lo que convenció a LeBron para llevar sus talentos a South Beach. Parecía
una combinación ganadora, una fórmula infalible. Parecía la decisión adecuada.
La afición, la prensa y el resto de equipos
no parecieron opinar lo mismo. Culpabilizar al mejor jugador del mundo (en
potencia) por elegir aquello que le puede acercar más a ser campeón es
hipócrita y ruin. Se puede ser más o menos simpatizante de un jugador o de un
equipo o de un estilo de juego (yo mismo he querido la victoria de los Celtics
en las Finales de Conferencia y de los Thunder del español Ibaka en las Finales),
pero lo que ha sucedido estos dos años con los Heat ha sido malsano. Tras
señalar el mundo del baloncesto, de forma muy legítima y acertada, que LeBron
no había ganado nada, y que no sería el verdadero Rey hasta conseguirlo, él
pareció entenderlo (si alguna vez no lo supo) y decidió encontrar a su Pippen. Entonces,
el mundo del baloncesto se volvió en su contra. Todos los que aplaudían sus
mates, los que se quedaban con la boca abierta ante sus pases, los que llenaban
páginas y páginas con opiniones sobre cómo James debía llegar a ser campeón,
parecieron ver en él una amenaza. La osadía de intentar ser el mejor se
antojaba imperdonable. La rabia con la que se deseaba su fracaso llegó a
extremos sencillamente obscenos. Y el mundo respiró aliviado cuando Dirk
Nowitzki renació de sus cenizas y machacó a los Heat de manera incontestable.
Riley obró su magia en verano (llegaron el
novato Norris Cole, tras una serie de traspasos, para aportar savia nueva y
suplir dignamente a Mario Chalmers, y el veterano Shane Battier, para dar más
defensa y esos triples desde la esquina que harían la vida más fácil al Big
Three), pero aún dependía de James, Wade y Bosh, de los secundarios y de
Spoelstra. Algo tenía que cambiar. Pasó el lockout y se repetían sensaciones,
aunque con altibajos menos violentos. El juego de Miami es sencillo: defensa
férrea, salida en transición rápida y que James y Wade hagan el resto. Tan
sencillo, que era “fácil” que se descompusiera. Cada vez que un equipo
triunfaba en la hercúlea tarea de evitar las pérdidas, tener buenos porcentajes
en ataque y frenar los contraataques de las superestrellas de los Heat, la táctica se deshilachaba y quedaba
una lucha de dos (y medio, con Bosh) contra el mundo. Lo mismo que llevó a
James al fracaso una temporada tras otra en Cleveland. Spoelstra no era capaz
de encontrar soluciones, y los demás jugadores no ayudaban gran cosa. Las dudas
eran razonables al llegar los play-offs: James era coronado por tercera vez
como MVP de la temporada, alcanzando a Magic y Bird, pero el equipo necesitaba
dar un salto de calidad para poder competir contra los otros tres grandes
equipos: Chicago, Oklahoma City y unos rejuvenecidos San Antonio Spurs.
La suerte se puso en contra de los Bulls, que
perdieron a Rose en el primer partido (y habrá que ver las consecuencias de la
lesión para su carrera y el futuro próximo de la franquicia). Los Heat eran
claros favoritos en el Este. Pero, ya en semifinales de conferencia, las cosas
se ponían feas: Chris Bosh se lesionaba para la serie y los Pacers se
adelantaban 2-1. Consiguieron salvar los escollos a base de defender con
seriedad y dureza (a veces demasiada) y de la alternancia en el liderazgo entre
James y Wade. Llegaron los Celtics, y la cosa parecía más fácil. Pero no, al
contrario: tras ganar los dos primeros partidos, perdieron tres seguidos y se
encontraron luchando por sobrevivir en el sexto partido en el Garden. Entonces
pudimos apreciar un cambio. El cambio que se necesitaba. Cuando más presión
había sobre sus hombros, en la misma situación en que había perdido los papeles
y la oportunidad de entrar en la Historia varias veces, James anotó cuarenta y
cinco puntos, treinta en la primera mitad, con una serie de tiro cuasi
inmaculada. Una actuación histórica que cambió la eliminatoria y, como veríamos
más tarde, el rumbo de los Heat en estos play-offs.
En el séptimo partido, entrando al último
cuarto igualados, el Big Three (de Miami) respondió al completo: anotaron los últimos
treinta puntos del equipo. Se acabó el sueño para los Celtics, que posiblemente
se descompongan este verano. Pero fue determinante el que, tras la reacción de
James, viniese la de Wade y Bosh, empujados por el que ya era claramente el líder
del equipo desde principios de temporada. Fue una premonición de lo que
ocurriría en unas Finales de ensueño: dos equipos a los que les encanta correr,
dos quipos espectaculares, y el choque entre los dos mejores jugadores de la
liga, LeBron James y Kevin Durant. El MVP contra el máximo anotador.
El primer envite se lo llevaron los Thunder.
Jugaron con la seriedad y madurez que mostraron ante los Spurs al ganarles
cuatro partidos seguidos en las Finales de Conferencia. Pero en el segundo
cambiaron las tornas. Los Heat se lo llevaron con una gran actuación de James,
que ha sido regular como nunca en los play-offs, y con Battier anotando
diecisiete puntos importantísimos. No fue sólo la victoria: fue el cambio de
sensaciones. La serie se iba a Miami y, si ganaban los tres en casa, serían
campeones. Veían la línea de meta.
Este era el escenario en que se vinieron
abajo los Heat el año pasado. El mismo en que LeBron se hundió hasta casi
desaparecer. Pero las cosas habían de ser muy distintas en esta ocasión. En
lugar de atascarse, de mostrarse ansioso, de frustrarse y perder la confianza
en sí mismo, de tirar de heroica individual, como había hecho antes, LeBron se
mantuvo calmado y aceleró al mismo tiempo. Se veía en sus ojos tras cada uno de sus tiros la
determinación, la certeza de que este sí era su año. Pero su cuerpo hacía lo
mismo de siempre, ni más, ni menos. Lo que ha distinguido esta vez a LeBron ha
sido su papel como líder. Líder de un equipo. Por vez primera, los Heat han
jugado como un equipo, y no como una mera colección de jugadores. Y ello
gracias al liderazgo del mejor jugador del mundo. Chalmers en el cuarto
partido, Bosh y Miller en el quinto, Wade en todos salvo el primero… han
respondido al llamado de su jefe, de un hombre al que respetan y en el que
creen. Ahora sí. Y así, sin necesitar anotar más de treinta y dos puntos en
ningún partido de la serie, LeBron se ha llevado el título y el MVP de las
Finales. Merecidísimamente.
El último partido fue especialmente
representativo de esto. El triple-doble de LeBron atestigua estadísticamente
algo que se vio en cada jugada, ese juego con el que soñaba Gonzalo Vázquez en
sus artículos: LeBron como el playmaker,
el creador de juego, más espectacular que se haya visto en años. Por sus
condiciones físicas y por su visión de juego, estaba llamado a serlo. Al fin,
tras nueve años estrellándose contra un muro (o varios: su propio ego, la
incapacidad de sus compañeros, su ansiedad), lo ha logrado: un equipo
gravitando en torno a su imponente figura, con un compañero de lujo en Wade con
el que correr una y otra vez, un hombre interior (Bosh) al que nutrir en el
pick and roll y triplistas abiertos aguardando a que crease espacios y les diese el pase para
clavar una estaca tras otra en las aspiraciones de los jóvenes Thunder. Miami
Heat gana la NBA, y LeBron James ya es una leyenda.
Las declaraciones que hizo en la rueda de
prensa tras el partido son dignas de escrutinio. “Lo mejor que me pasó el año
pasado fue perder las Finales, y jugando como jugué. Me hizo volver a lo
básico, me hizo más humilde. Vi que tenía que cambiar como jugador de
baloncesto y como persona para conseguir lo que quería”. Y lo ha hecho: al
acabar el encuentro, abrazó a Kevin Durant, de sólo veintitrés años, que
lloraba desconsoladamente, y habló con él. Quizás para decirle que él ya ha
estado donde KD está ahora. Para decirle que llegará donde él ha llegado. Nueve
años después, tras un largo y tortuoso camino, LeBron James ya es el Rey. Con
todas las de la ley. Que lo disfrute este verano. El año que viene, volverá a
las trincheras; y todos los demás también, a quitarle el trono.
Sencillamente fantástico, Yeso. Gonzalo.
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