Se habla de una nueva generación perdida. Hace tiempo que dejó de ser una consideración precipitada para convertirse en una observación empírica. Comprobar que más de la mitad de los jóvenes está en paro deja poco lugar a las dudas. Vemos reportajes, artículos de doble página, editoriales, tertulias en televisión, comentarios en redes sociales. La opinión es unánime: la generación más preparada de la historia de España tendrá que emigrar. Se insiste una y otra vez en la imposibilidad de encontrar trabajo como el factor más determinante en esta dramática situación. Embebidos en el torbellino de locura en el que entramos tras estallar la crisis financiera de 2008, mirándolo todo desde la misma perspectiva que usamos para cualquier cuestión (la estrictamente económica), sólo nos fijamos en el daño laboral que se ha hecho en estos años a la generación que viene. Para mí, en cambio, lo que resulta más terrible de la crisis es el aspecto moral. La ilusión que nos trajeron el 15-M y los movimientos mundiales de protesta, una extraña y hermosa fe en la capacidad de nuestro país y nuestro continente (y de la humanidad, incluso) de salvar este escollo y salir reforzados, vivir en un mundo más justo y democrático, se ha evaporado con facilidad, debilitada por la división interna, la intervención externa y la dura represión policial (amparada en una reforma del código penal de tintes fascistas). La situación actual no invita al optimismo.
Se han hecho mil y un recuentos de las razones para el desencanto hacia las instituciones públicas: privilegios de la clase política, corrupción endémica, políticas dirigidas a salvar las instituciones financieras, recortes constantes al Estado de bienestar... Hay mil motivos, pero todos ellos serían salvables con algo muy simple: esperanza. La esperanza nos permitiría luchar contra todos los obstáculos para buscar soluciones. Sin embargo, los cargos públicos, las personas que ocupan puestos de responsabilidad, se han encargado de aplastarla una y otra vez. Porque lo que ha destruido la fe de nuestra generación, y de la ciudadanía en general, en la política y en nuestras posibilidades de salir de ésta, ha sido, sobre todo, la actitud de los que se llaman nuestros "representantes". El presidente del CGPJ y el Supremo dimitió tras descubrirse que cenaba en restaurantes de lujo a costa de los contribuyentes; más tarde, pidió una indemnización por dimitir. Uno de tantos casos, pero quizás el más claro, el más hiriente, por tratarse de la figura más importante en la justicia española, aquel que más hincapié debería hacer en la necesidad de limpiar nuestra vida pública de corruptelas. Mientras, descubrimos que en Brasil han aprobado una ley para impedir que personas condenadas por corrupción desempeñen funciones públicas.
Ver el telediario estos días es triste. No es tanto por lo que ocurre, o por lo que cuentan los periodistas. Es más la certeza de que nada de lo que digan los políticos al respecto tendrá sentido. No es ya que mientan; es peor. Sencillamente no contestan: hablan y hablan sin decir nada. La gente pasa hambre, pierde su vivienda, no puede estudiar, apenas puede trabajar, y nuestros "representantes" no dicen más que vaguedades, naderías. Su juego ya no es el nuestro: se pelean por saber qué siglas tienen la culpa, cuando resulta transparente que la cosa ya no va de eso, que lo que sucede en España, en toda Europa, no tiene nada que ver con partidos o cargos electos; las decisiones ya las han tomado otros. Nos hemos vuelto (nos han vuelto) descreídos, escépticos, cínicos. Esto para mí sí que es perder a una generación: nos iremos a trabajar fuera, sí, pero es que no nos interesará lo que suceda aquí. No nos creeremos nada, no creeremos en nada. Esto es lo dramático, lo terrible, lo patético.
Hoy se ha confirmado que Xabier Fortes y Ana Pastor, dos de los periodistas más íntegros de este país, no seguirán en TVE. He recibido la noticia (y las falsas razones que alegaban lo responsables de la decisión) con menos rabia de la que esperaba: era una rabia residual, un acto reflejo. Eran los rescoldos de mi fe, que intentaban activar algo dentro de mí que se apaga lentamente. Ha sido entonces, al constatar esta trágica realidad, cuando se me han saltado las lágrimas. Ya ni tan siquiera miraré las noticias. ¿Para qué? Lo que no sea mentira, será absurdo, tétrico; no serán más que clavos en el ataúd de aquello en lo que yo creía. Quiero negarme, resistirme; pero ya ni eso puedo. Todo intento me parece vano, estéril. Lo han conseguido: lo último que nos quedaba, el derecho, la voluntad de negarnos, de resistir, ha desaparecido. El mundo es suyo. A todos los gurús, a los iluminados, a sus títeres, los ejecutores, a todos los que hoy celebran esta victoria, les digo: chapeau. Buen trabajo. Disfruten de su éxito, porque lo único que sé con total certeza es que será efímero. Caerán. Sépanlo. Y no sé los demás, pero yo no olvidaré lo que han hecho, lo que nos han hecho.
Bien venido a la noria... Es lo que pasa cuando los interés de partido pasan por encima del "fair play" de los actores político-sociales...
ResponderEliminarCompletamente de acuerdo, excepto en lo último. Es lógico acusar las batallas que se pierden, pero eso no tiene nada que ver con perder la guerra. Eso es lo que pasa al morir, que ya has perdido.
ResponderEliminarSuena a estúpido optimismo de repente...
Cierto Polilla, pero el problema es que viene siendo costumbre dichas practicas por lo tanto no se a declarado la guerra, solo se reproducen practicas ancestrales de principios del siglo XX...
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