martes, 4 de diciembre de 2012

El piano y el hogar

La casa de tus abuelos parece de mentira. El nombre de la calle, Santa Engracia, ya tiene algo de irreal, de pretérito. Pero cruzar la puerta del piso es entrar en otra época: los largos y estrechos pasillos, las habitaciones atestadas de muebles de anticuario, las fotos en marcos barrocos, los techos altísimos… todo tiene un aroma añejo, como a cocido al mediodía y tarde de radio en el salón.
Subimos al piso de arriba huyendo del bullicio, de los niños que corretean y gritan. Llegamos a una habitación medio carcomida; parece mentira que no se derrumbe de podredumbre y nostalgia. Un retrato de tus abuelos preside la sala. Tu abuelo, exhausto, con expresión afable, sentado, y tu abuela justo detrás con la sospecha en el rostro; parece que desconfiara de nuestra juventud, como si alteráramos la vetusta estabilidad de la casa. Por toda iluminación, una lámpara achacosa, que apenas alcanza a alumbrar más que una vela y cuyo escaso haz de luz le da a la estancia un tono sepia. Y en el centro, cual superviviente improbable del tiempo y el olvido, un piano.
Tú te diriges a él sin dudarlo, atraída por una conexión primaria que sólo los músicos parecéis comprender. Yo me tumbo en el sofá más viejo del mundo, cierro los ojos y me dejo llevar.
Empiezas a tocar. Primer movimiento de la Sonata para piano nº 8, “Patética”, de Ludwig van Beethoven. De repente, la música inunda el cuarto. La conmoción que provocan los intensos acordes es tal, que casi parece que la casa se va a derrumbar. El polvo vuela, la luz de la lámpara parpadea, las paredes y el suelo crujen, el sofá tiembla y parece que va a hundirse bajo mi peso. Tú, llevada por una pasión que jamás había visto en ti, tocas; tu pelo se agita y tus manos se mueven más rápido de lo que puedo discernir. Tu comunión con el instrumento es tal, que apenas percibo dónde acaban tus dedos y dónde empiezan las teclas. Y la música romántica sigue atronando, con la fuerza de una estampida, llevándose por delante la paz y el moho de aquel hogar anciano, creando un torbellino de vida que a punto está de destruir los cimientos del edificio.
Entonces, termina la pieza.
Me miras y sonríes. Y me doy cuenta, de pronto, de que nunca has sido verdaderamente feliz. “A veces olvido lo joven que eres”, te digo, sin explicarte lo que quiero decir. Aún no has tenido tiempo de morir un poco por dentro, de sufrir lo suficiente para encontrar lo que te haga ser tú misma. Y sin embargo, has vivido tantas cosas… Tú, la eterna pasajera, la apátrida de nacimiento, que conoces más de lo que recuerdas de este mundo bello y sucio.
Entonces lo entiendo. No importa a dónde vayas, no importa cuánto te pierdas, la música siempre está contigo. Tienes el poder de hacer cosas como esta, devolverle la vida a una casa abandonada, aunque sea por unos minutos. Te envidio, aunque sea más viejo que tú, aunque ya no viva en la indefinición de la adolescencia, porque jamás he podido jugar así con el mundo. Es un tesoro que guardas con cariño, y que no compartes con cualquiera.
“Gracias”.
Cuando bajamos, encontramos a las pequeñas fieras que son tus primos sentados silenciosamente al pie de la escalera, embobados aún por el espectáculo de furia y risa que has desplegado. Y no podemos más que sonreír.

[Sé que esto no compensa el relato que te debo, que no es más que un mal retrato de un breve momento. Te mereces una gran historia. Pero, hasta que la vivas o la invente, espero que esto te entretenga.
Te quiero mucho, prima]

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